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Marcela

-"¿Costa Rica?"  - Me dijo con una "ere" tan liviana que si no fuera por la "i" se la lleva el viento. - "Si, Costa Rica" - Le contesté.

Su mirada parecía perderse por instantes. Pero no presté mucha atención, después de todo estaba más ocupado en tratar de sujetarme, pues eramos cinco en un taxi maltrecho y conducido por una bestia.

-"Costa Rica" - repitió, como si no hubiéramos estando en silencio un instante que para mi se hizo eterno. - "Eso está cerca de Argentina ¿Cierto?" - agregó sin vacilaciones. -"No no, en realidad no. Está bastante lejos" - Esta vez si noté como su mirada se perdía todavía más lejos que el horizonte. Iba y venía, y aunque su cara estaba arrugada por la tristeza igual se le entrevió una sonrisa. Pero de llanto, una sonrisa melancólica.

Volvimos al silencio.

- "Una vez tenía yo mil euros. Listo para irme a Argentina. ¡Ah Marcela! ¡Marcela!" - Interrumpió el silencio con tal euforia que hasta el taxista, sin comprender nuestra lengua, quiso adivinar a que se debían tantas angustias a través de sus gestos. - "Marcela es la mujer perfecta. Pero yo fui un idiota, me quedé acá, atado, sólo y luchando por causas que no me pertenecen." - En ese momento peló los dientes y aspiró aire produciendo un sonido similar al de un trozo de algo cuando se fríe en el sartén. - "Y acá seguimos peleándonos, los unos con los otros, por ser los más grandes, los más gloriosos, los mejores. Somos unos idiotas" - Ya me empezaba a sentir algo incómodo y aunque tenía razón no encontré que decir.

- Seguimos en contacto -  agregó luego de una breve pausa, - pero ya ella se casó, y tiene una familia.

- Bueno pero igual valdrá la pena ir a Argentina, nunca es tarde.

- Si lo sé, pero yo ya estoy viejo.

No quise adivinar su edad, pues sabía que sus arrugas eran más de tristezas e inviernos que del pasar del tiempo. A lo mejor no eran arrugas sino sólo  pliegues de rakija y soledad.

- Aquí me bajo yo. Tenga usted un buen día.

- Igualmente. ¿Cómo dijo usted que se llamaba?

Gritó su nombre pero no alcancé a oírlo. A la distancia, a través del parabrisas, por donde bajaban gotas gordas, infladas de suspiros y apretujadas con reflejos, lo vi alejándose lentamente, encorvado y con un andar sin ganas, como gastado de tantas penas. Busqué un lugar para pasar la noche, sintiendo que conocía a Marcela íntimamente, sin saber el nombre de ese viejo enamorado que me la presentó.
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Pedro Acevedo. (4-2011)

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