Ayer, 24 de  abril, se celebró el centenario del Genocidio Armenio y yo por mi parte celebro  apenas 4 años de saber que eso pasó. En la escuela no lo vimos, en el cole  menos. Y peor aún, cuando llevé historia en la universidad tampoco se tocó el  tema. Vaya vacío, que nadie hablara del primer genocidio del siglo XX. ¿Es  normal? Que sepamos tanto de Mesopotamia, tan lejana en el tiempo, y tan poco  de Armenia, tan presente y relevante.
Y es que  luego tuve la dicha de ir a Turquía y de ahí a Georgia y nadie me dijo nada  tampoco. En realidad empecé a descubrir mi ignorancia conforme descubría el  país mismo.
Recuerdo  como si fuera ayer el primer pie que puse en Armenia. La frontera estaba vacía,  la gente curiosa pero reservada. Era yo el único extranjero que buscaba el sur.  Una vez completado el trámite rutinario, me encontré completamente sólo,  caminando por una carretera angosta. A mis espaladas se encogía una planicie  (se encogía porque yo me alejaba, y lo que queda atrás se encoge), y enfrente  tenía una montaña imponente. Verde, fresco, soleado. Un paisaje que de alguna  forma me recordó Costa Rica, que para aquel entonces ya tenía casi 1 año de  haber dejado. Conforme me adentré en la belleza de este pequeño país, fui descubriendo  a su gente. A su gente, y su historia, por mucho que nos separara miles de  kilómetros y lenguas ininteligibles. 
Así que un  día que estaba de invitado en un hogar de armenios. Habíamos bebido vodka,  bailado y comido. Hablábamos con gestos, sonrisas, muecas. En algún momento,  cuando la noche estaba algo lenta, llegó la abuela de la familia, me tomó del  brazo y me llevó a un cuarto. La habitación estaba vacía excepto por unos  cuadros enormes colgados en las paredes. La señora, sin soltar mi brazo, me  guió alrededor del cuarto cual si fuera una galería de arte (de esas en las que  la gente se vanagloria como si el arte fuera entretenimiento). Yo sin entender,  pero entendiendo, le seguí mientras ella decía nombres y luego cruzaba los brazos  indicando que habían muerto, todo eso acompañado de un discurso incomprensible  para mí. Cuanto hubiera deseado poder hablar armenio en ese momento, o al menos  ruso. Sus ojos penetrantes y enfadados, su rostro duro y severo, su mano firme  agarrando mi brazo. No había forma de pensar que toda esa gente había muerto  por menester de la naturaleza. No, no fue el imperdonable tiempo ni la terrible  enfermedad lo que los mató. No los mató el cáncer, ni el olvido. No los mató la  vejez ni la mala fortuna. 
Ese mismo  año, antes de llegar a Turquía, había aprendido algo que tampoco me enseñaron  en la escuela. El genocidio mutuo y tripartito de los pueblos que conformaban  Yugoslavia. Muchos todavía hablan de Yugoslavia como si en su lugar no  existieran 7 países, incluyendo territorios todavía en conflicto. 
Mis  condolencias al pueblo armenio, y a todos aquellos ultimados por la estupidez y  ambición humana. Celebremos las diferencias que si fuéramos todos iguales,  estoy seguro que la mayoría de nosotros no querríamos vivir prisioneros de la homogeneidad.
Pedro Acevedo.
 



Magnífico, gracias por compartir un escrito tan sincero.
ResponderEliminarGracias!!! :) Saludos!!
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