Estoy sentado en una banca desde donde puedo ver las hojas caer. Sí, es verdad, es noviembre; esa época del año cuando las hojas multicolor se vencen ante la gravedad y bailan hermosamente hasta abrazar el suelo. Aquí estoy sentado, más por pesar que por agrado. A mi izquierda hay una mujer que sobresale entre la multitud, con una sonrisa agraciada y unas pestañas casi tan impresionantes como su ojos. Su boina roja resalta entre la multitud de abrigos negros y se confunde con las hojas otoñales, sus cabellos castaños se asoman tímidamente y acarician sus hermosos pómulos, sus manos tersas apenas se ven entre sus prendas y sus piernas imponentes producen una música sensual con cada paso. A los largo, la luz del sol se abre paso entre las nubes y derrama rayos cálidos sobre todo aquello que se atreve a interrumpir su trayectoria, el viento, con algo de prisa y algo de calma, agita todo cuanto puede en su viaje sin retorno, los cuchicheos de temas y lenguas ajenas se mezclan con los pasos imponentes de la hermosa mujer y con los bailes interminables de las hojas otoñales como una sinfonía casi perfecta mientras el sol armoniza y el viento agita en una eterna lucha.
Aquí estoy sentado, más por pesar que por agrado.
A mi derecha y un poco a lo lejos, en el piso y con las piernas entrecruzadas, está sentada una anciana con su perro guardián, nadie más la ve pues la hermosa mujer, las hojas bailarinas, los rayos colorantes y el viento incansable lo impiden. Aunque el tumulto tampoco ve nada de eso, sino solo las agujas del reloj que desde ayer hacen el mismo recorrido y nos engaña pretendiendo que mañana será diferente. Ahí está esa anciana con su perro guardián. La vieja que nadie ve. Al frente está ese reloj imponente que me hizo dejar de pensar por un segundo en la hermosa mujer, los rayos colorantes, el viento incansable y las hojas bailarinas. Y a lo lejos otra vez viene el conductor del bus 32, con la expresión más opaca que he visto en mi vida. Lleva años haciendo el mismo recorrido y aunque sabe que raramente se subirá y bajará la misma gente a la misma hora, él sabe bien que no hay razón para que este día sea diferente del que ya pasó. La parada será siempre a la misma hora, en el mismo lugar y el semáforo se pondrá en rojo siempre después de un instante casi efímero de estar en verde. Pero el chofer no ve las hojas otoñales, ni la hermosa mujer, ni los rayos multicolor que hasta en su rostro se atrevieron a derramar unas gotas de luz solo para mostrar los surcos del tiempo y la pesadez hacia la vida y el latir incesante pero imperceptible y sin gracia de su corazón. Tampoco ve ni siente el viento que fuera de esa máquina sopla y mueve todo cuanto se antepone en su viaje sin retorno. Todo eso pasa mientras el cierra las puertas tras el último pasajero quién, una vez más, corre pues va tarde a su rutinario trabajo dentro de una oficina donde no podrá ver a la anciana con su perro guardián, ni las hojas bailarinas, ni los rayos colorantes del sol, ni la hermosa mujer, ni siquiera las decoraciones elaboradas que rodean el imponente reloj en media plaza. Él sólo verá las agujas tercas mientras el chofer pondrá su máquina en marcha sin siquiera pensar si la señora en el asiento 17 está triste porque de sus ojos brotaron un par de lágrimas justo en el momento en que la hoja otoñal más roja que había visto en mi vida abrazaba el suelo y la anciana alzaba su mirada ante un buen hombre que sin saber por qué ni para qué había dejado caer una moneda sin valor sobre su pequeño recipiente de hojalata herrumbrado y maltrecho con un miserable agujero en el fondo mientras una niña de apenas dos años en brazos de su madre miraba al perrito con curiosidad y soltaba una carcajada tan inocente y sincera como la que poco a poco todos hemos olvidado irradiar. Ni el chofer, ni el buen hombre, ni el tipo que corría para llegar a su rutinario trabajo, ni siquiera la hermosa mujer vieron nada de eso ni lo verán nunca.
Aquí estoy sentado, más por pesar que por agrado, queriendo guardar este momento para siempre en una fotografía (si tuviera cámara). Pero es muy tarde ya. Las agujas tercas seguirán dando las mismas vueltas de ayer, mientras que las hojas otoñales jamás bailarán como lo hicieron hoy.
Pedro Acevedo.
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